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martes, 29 de mayo de 2018

Concierto Roger Waters. Madrid (25-05-2018) (por Mariano González)

Tenía que ser así, debía ser así, pero de todos modos acabé embobado; acabé embobado y muy gratamente sorprendido. Se podía intuir, por el nombre la gira, que serían muchas las canciones de Pink Floyd que Roger Waters iba a tocar, y la música de este grupo quiere ser grande, necesita ser grande. Lo que se pudo ver en el Wizink Centre (en concreto hablo de la segunda noche, la del 25 de Mayo) fue un titánico esfuerzo sinérgico entre una música apabullante y un despliegue visual parabólico.
Pink Floyd ha llevado hasta la cima la amalgama entre parafernalia visual e impacto musical; tocar su música de otra manera hubiera sido desustanciarla, en cierto modo. Luego iremos desgranando más detalles, pero como espectáculo se puede afirmar que Roger Waters ofrece un show muy relevante. Pero la clave, el quid de la cuestión, es que aunque todos los efectos bombásticos y abracadabrantes se hubieran quedado fuera, el golpe emocional hubiera sido igualmente estratosférico.
Sería imperdonable no agradecer a Víctor Prats que me diese el empujoncito de ánimo necesario para apuntarme al concierto, toda vez que me llamó cuando apenas quedaban localidades y se peleó con la inefable página de Ticketmaster para poder sacarnos unas dignísimas entradas. El éxito fue todavía mayor cuando consiguió que otro ilustre de DMR, Luis Felipe Novalvos, se uniese a nosotros; y encima a nuestro lado. Les aseguro que fue un vivo ejemplo de encaje de bolillos.
Nuestra situación estaba en la segunda planta y más o menos en la horizontal del escenario, y ponderando los pros y los contras cabe decir que nuestra posición no estaba nada mal. Si bien las proyecciones del fondo del escenario se nos escapaban un poco, estábamos relativamente próximos a los músicos, y además algunos apabullantes efectos los pudimos ver con destacado detalle. Todo al tiempo.
El concepto, dicho en bruto, sería el siguiente: Roger Waters acompañado de una banda para interpretar un repertorio cuyas tres cuartas partes eran canciones de su banda madre y con un significativo hueco para acomodar temas de su último disco “Is This The Life We Really Want?” (2017). Si bien no es posible ver a los Pink Floyd originales, compensa y consuela que la banda que ha reunido Roger sea más que competente. Se componía principalmente de dos guitarras (uno de los cuales cantó las parte que solía cantar David Gilmour, hecho sorprendentemente destacado por el propio Roger Waters), dos teclistas (uno de ellos también se animaba con la guitarra a veces), dos coristas de idéntica peluca rubia, un bajo, un batería y el propio Roger utilizando el bajo que le corresponde y eventualmente algunas guitarras. Ah, y tampoco podía faltar un saxofonista.
Se notó que Gilmour y los otros clásicos no estuviesen presentes, cómo no, pero ciertamente sería injusto no valorar el desempeño de todo el conjunto durante el show. El guitarrista que cantó las “partes Gilmour” tiene una voz, quizá, un poco pariente lejana de la del mítico componente de Pink Floyd y, en general, vocalmente estuvo a la altura. Roger Waters también cantó, aparte de sus fragmentos de toda la vida, algún tema del cual no es él voz original, como por ejemplo “Wish you were here. La voz de Roger tiene algo de desgarro atormentado, de cantautor escarnecido y maldito. Aporta a lo que canta una turbiedad existencial, inquietante pero de algún modo interesante. Instrumentalmente muy bien. Los punteos de guitarra acaso emulasen otras sendas antiguas, pero lo hicieron con éxito y sin perder la esencia, en una muy meritoria mímesis no exenta de personalidad. Los teclados, por su parte, no fallaron en las partes del repertorio donde debían sobresalir (p.ej “Welcome to the machine”) y la filiación “floydiana” estuvo fuera de toda duda.
Una última nota, ante de pasar al repertorio, hablaría del reparto de protagonismo en el escenario. Dado que Roger Waters tiene fama de poseer un ego del tamaño de tres continentes, quedaba por ver si utilizaría el concierto como vehículo para su rutilante lucimiento o bien se trataría de una actuación más coral. Yo diría que predominó lo segundo frente a lo primero, aunque en algún pequeño momento mientras sonaba (a modo de ejemplo) un primoroso punteo, Roger Waters iba por su cuenta a jalear al público. Lo que en cine se llama “robaplanos”. Nada preocupante si tenemos en cuenta que fueron pocas las ocasiones donde ello sucedió y que, a fin de cuentas, él es el jefe y el reclamo para reunir a miles de personas.
A lo que vamos. Aunque el inicio estaba programado para las 21:00, finalmente el concierto comenzó alrededor de las 21:20. Al público se le fue abriendo el apetito cuando apareció una proyección con un grisáceo paisaje al compás de unos sedantes sonidos de la naturaleza. Tras varios minutos así, por fin, comenzó el juego. La primera mitad del concierto fue vistosa, pintona, muy plástica, pero también muy clásica. Proyecciones, algunas de ellas de gran mérito, y la banda tocando.
“Dark Side Of The Moon” (1973) pasa por ser el disco más popular de Pink Floyd y Roger Waters lo tuvo muy presente para el inicio del concierto. El compendio de efectos de sonido de “Speak to me” y la sensual (en la música) “Breathe” fue una decisión acertada para entrar en materia de forma sutil y cadenciosa. Una agradable sorpresa fue el brutal instrumental “One of these days”, del infravalorado “Meddle” (1971); momento muy propicio para lucirse como bajista y de paso dar una tremenda patada en la puerta sirviéndose del espectacular cambio de ritmo.
Dos canciones más del “Dark Side Of The Moon” continuaron el prometedor inicio. En las proyecciones del fondo del escenario aparecen unos relojes ¿acaso no es fácil adivinar la incipiente canción? Efectivamente, “Time” sobrecogió con su siniestra intro y su pluscuamperfecto solo de guitarra (ya lo decíamos; la banda estuvo muy bien). A un clásico le sigue otro clásico, que no es ni más ni menos que “The great gig in the sky”. Aquí tuvieron que entrar la dupla de coristas para llevar a cabo los estremecedores gritos propios de esta canción. El resultado fue bueno, pero aquí sí que eché en falta que no estuviese Clare Torry; hubo más gorgorito que desesperación. No pasa nada, la ejecución estuvo bien y no es cuestión de compararse con una de actuaciones vocales más desgarradoras del rock.

Una pequeña sorpresa fue la primera incursión en el “Wish You Were Here” (1975) de la mano de “Welcome to the machine”. La original puede considerarse como una de las joyas ocultas de Pink Floyd, y los puntos álgidos de la misma (osea la dramática melodía vocal y los zarpazos hirientes de los sintetizadores) sonaron muy cumplidamente en concierto. Como meneo emocional fue unos de los momentos más significados que pudimos escuchar. Roger también quiso defender su último trabajo, y lo hizo gallardamente, dejando destellos interesantes. A veces la música de Roger Waters, sobre desde “The Final Cut” (1983), me parece que tiene algo de recitativo, como si a veces declamase en lugar de buscar una línea más melódica. En realidad eso no es malo en sí mismo, solo es una cuestión de gustos. En cualquier caso enlazó tres canciones seguidas de su “Is This The Life We Really Want”, a saber: “Dejà vu”, “The last refugee” y “Picture that”. Poco puedo decir de ellas, salvo la impresión que me causaron en el propio concierto; mis escuchas del último disco de Roger son muy superficiales todavía. Me gustó el brío de “Picture that”, quizá la más parecida al estilo de Pink Floyd.
La tanda de clásicos se retomó con la canción título del “Wish You Were Here”. Al escuchar los inolvidables acordes acústicos que abren la canción, por puro reflejo, el Wizink Center se estremeció. Se hace un poco raro escucharla en voz de Roger Waters, que le da una impronta más trágica, más sofocada, pero igualmente emotiva. El concierto se movió y se ordenó a base de sectores, siendo la estructura una calculada concatenación de agrupaciones de canciones.
La siguiente tanda perteneció al carismático “The Wall”, y como credencial de aviso en la pantalla del escenario aparece un rostro crispado sobre un muro. Suenan helicópteros y las pulsantes y desafiantes guitarras de “The happiest days of our lives”; la audiencia hace acopio de fuerzas, que se desatarán en el gigantesco himno de “Another brick in the wall (part. 2). La parte cantada por voces infantiles tuvo su correlato en el escenario con la aparición de un grupo de jóvenes, en perfecta formación al borde del escenario. Todos iban ataviados con una camiseta que lucía la consigna de “Resist”, tras despojarse de unos atuendos de preso, que da una idea del carácter cabreado y subversivo de la canción. La interpretación fue estupenda y según el propio Roger Waters, toda la muchachada era de Madrid.
Reconozco que es la primera vez en mi vida que veo que en un concierto se hace un descanso como si de un partido de fútbol (o de baloncesto, por aquello del lugar) se tratase. Roger nos emplazó para veinte minutos después y nos indicó estuviésemos atentos a la pantalla, donde pudieron verse unas cuantas imágenes y proclamas. Al final del descanso, una palabra colma la pantalla: “Dogs”.
¿Sería cierto? ¿Tendrían los bemoles de tocar algo del disco “Animals” (1977)? Tengan en cuenta que es quizá uno de los discos más oscuros y airados de Pink Floyd, aparte de tener una estructura sinuosa y exigente; canciones largas y oscuras repletas de alegorías animalescas. Pues sí, fue posible. Para particular pasmo (y creo que general) comenzaron a sonar los acordes de “Dogs” y sus diecisiete minutazos. Pero el mayor pasmo, la sorpresa monumental y el momento en que todos nos quedamos con el culo torcido fue cuando de una línea de focos (de emergencia supongo) comenzó a brotar la ¡“Battersea Power Station”! O lo que es lo mismo, una pantalla con su forma.
Uno de los símbolos de Pink Floyd se desplegaba ante nuestros ojos atónitos de forma fascinante y desasosegadora (no faltó ni el grisáceo humo) mientras la música bullía majestuosa en el escenario. Y he aquí que ya uno no sabía dónde posar su atención, si en el escenario o en la pantalla-central eléctrica donde se iban mostrando toda clase de proclamas políticas e invectivas contra varios de los más célebres líderes internacionales; si bien el que se llevó la palma fue Donald Trump. Sin duda fue, aparte de la más espectacular, la parte más politizada del evento. Lo pueden ver como un artificioso inserto de un mitin, pero desvincular a Roger Waters de la política es no conocerle mucho. Recuerden que “Animals” lleva 41 años siendo una sátira política; por no hablar de la constante idea antibelicista durante toda su carrera (es lo que tiene haber perdido a tu abuelo en la I Guerra Mundial y a tu padre en la II Guerra Mundial).
Lo siguiente en venir bordeó lo extático. Fue “Pigs (three diferent ones)” y el uso de parafernalia simbólica subió un peldaño más. ¿Un cerdo volando? En efecto, eso es lo que vimos; un gigantesco cerdo inflable (Algie) rodeó todo el recinto, rescatando una imagen icónica para deleite, disfrute y sorpresa de todos nosotros. El cerdo, por cierto, tenía dibujado en su cuerpo la divisa “permanece humano” (y su equivalente en inglés). Maratoniana y estupenda canción.

A todo esto, la música seguía sonando apasionadamente. Un momento a resaltar en este sector, fue aprovechar un relativo parón instrumental para representar un brindis entre varios miembros de la banda disfrazados con máscaras de cerdos y perros. Estas son performances inteligentes y no las vacuidades chirles de Marina Abramovic.
A lo que vamos. Que los árboles no nos impiden ver el bosque. Tanta euforia pirotécnica no debe ocultar el hecho de que “Dogs” y “Pigs” sonaros oscuras, tremendistas y mayestáticas. Todo lo que se puede esperar de ellas. “Dark Side Of The Moon” fue un disco muy representado, y en esa línea las dos siguientes canciones fueron la poderosa y famosísima “Money”, que incluyó un solo de saxofón digno del mítico Dick Parry, y la vocalmente barroca “Us and them”. Dos títulos de gozosa recuperación, si bien en las pantallas de la “Battersea” continuaron los mensajes subversivos durante un rato. No tardaron mucho en recogerse y desaparecer.
“Smell the roses” fue una breve incursión en el último disco de Roger Waters antes de volver al remate del “Dark Side OF The Moon”, o lo que es lo mismo: la dupla “Brain damage”-“Eclipse”, que fueron acompañadas visualmente por una pirámide de luz a semejanza, supongo, del prisma “pinkfloydiano”. Los fans de Pink Floyd, para qué negarlo, se sentían como en casa. En un determinado momento hubo una ovación a la usanza futbolera que incluso pareció hacer mella en la emoción de Roger Waters. Hubo tiempo para que Roger Waters se mostrara comunicativo con el público y se decidiera a hablar un poco. En dos vertientes: por un lado se tomó la molestia de presentar detalladamente a la banda y por otra introdujo una triada de canciones de su último disco.
Esto último estuvo sazonado con referencias a, por ejemplo, Palestina y a “extender el amor por el mundo”. Las tres canciones fueron: “Wait for her”, “Oceans apart” y “Part of me died”. No voy a mentir, pero aunque sonaron bien no fue precisamente el momento más notable de la noche. Sin duda si hubiera conocido mejor estas canciones las habría paladeado de otro modo.
Por las pistas que daba Roger Waters solamente podía quedar una canción. ¿Cuál podría ser? ¿Qué clásico todavía no había aparecido? ¿Qué canción era la adecuada para finalizar? Una canción que podría cumplir esos requisitos es la que finalmente sonó: “Comfortably numb”. Oscura en sus estrofas y desesperada y vulnerable en su estribillo, la interpretación fue francamente vigorosa. No podía ser de otra forma que la parte más encendida fuese su arrebatador solo final de guitarra; unan el virtuosismo del guitarra solista y a Roger Waters yéndose a los extremos del escenario para enardecer al público y obtendrán un final de concierto convertido en un auténtico subidón. Tras tanto trasiego, una lluvia de confeti rosa cae sobre el escenario y Roger y su banda se despiden de todos nosotros, pobres mortales que todavía estábamos flipando.
Es posible que Roger Waters no haya sido del todo honesto utilizando tanta canción de Pink Floyd, después de los denuestos vertidos sobre su ex banda y de las demandas habidas por motivos un tanto peregrinos. No obstante, llegados a cierto punto prefiero atarme a la estética antes que a la ética. Si he de aplaudir, como lo hice el viernes 25 de Mayo, a un artista prodigioso por haber asistido a un concierto soberbio, prefiero olvidarme de otras consideraciones. No podré ver a los Pink Floyd de los años de gloria, pero sí a uno de sus artífices. Me vale. Otra equis en la lista.
El colofón idóneo para un concierto es una buena tertulia que someta a escrutinio lo visto y lo oído. También de eso hubo, siendo los tertulianos “los tres de DMR” y Vicente, un amigo de Luis Felipe. La sensación fue, creo, que los demás también marcaron su equis.

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